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martes, 21 de febrero de 2017

Habermas: La modernidad, un proyecto incompleto

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La disciplina de la modernidad estética 

El espíritu y la disciplina de la modernidad estética asumió claros contornos en la obra de Baudelaire. Luego la modernidad se desplegó en varios movimientos de vanguardia y finalmente alcanzó su apogeo en el Café Voltaire de los dadaístas y en el surrealismo. La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado. La vanguardia debe encontrar una dirección en un paisaje por el que nadie parece haberse aventurado todavía. Pero estos tanteos hacia adelante, esta anticipación de un futuro no definido y el culto de lo nuevo significan de hecho la exaltación del presente. La conciencia del tiempo nuevo, que accede a la filosofía en los escritos de Bergson, hace más que expresar la experiencia de la movilidad en la sociedad, la aceleración en la historia, la discontinuidad en la vida cotidiana. El nuevo valor aplicado a lo transitorio, lo elusivo y lo efímero, la misma celebración del dinamismo, revela el anhelo de un presente impoluto, inmaculado y estable.


Esto explica el lenguaje bastante abstracto con el que el temperamento modernista ha hablado del «pasado». Las épocas individuales pierden sus fuerzas distintivas. La memoria histórica es sustituida por la afinidad heroica del presente con los extremos de la historia, un sentido del tiempo en el que la decadencia se reconoce de inmediato en lo bárbaro, lo salvaje y primitivo. Observamos la intención anarquista de hacer estallar la continuidad de la historia, y podemos considerarlo como la fuerza subversiva de esta nueva conciencia histórica. La modernidad se rebela contra las funciones normalizadoras de la tradición; la modernidad vive de la experiencia de rebelarse contra todo cuanto es normativo. Esta revuelta es una forma de neutralizar las pautas de la moralidad y la utilidad. La conciencia estética representa continuamente un drama dialéctico entre el secreto y el escándalo público, le fascina el horror que acompaña al acto de profanar y, no obstante, siempre huye de los resultados triviales de la profanación. 

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Ahora bien, este espíritu de modernidad estética ha empezado recientemente a envejecer. Ha sido recitado una vez más en los años sesenta. Sin embargo, después de los setenta debemos admitir que este modernismo promueve hoy una respuesta mucho más débil que hace quince años. Octavio Paz, un compañero de viaje de la modernidad, observó ya a mediados de los sesenta que «la vanguardia de 1967 repite las acciones y gestos de la de Estamos experimentando el fin de la idea de arte moderno». Desde entonces la obra de Peter Bürger nos ha enseñado a hablar de arte de «posvanguardia», término elegido para indicar el fracaso de la rebelión surrealista. Pero, cuál es el significado de este fracaso? Señala una despedida a la modernidad? Considerándolo de un modo más-general, acaso la existencia de una posvanguardia significa que hay una transición a ese fenómeno más amplio llamado posmodernidad? De hecho, así es cómo Daniel Bell, el más brillante de los neoconservadores norteamericanos, interpreta las cosas. En su libro Las contradicciones culturales del capitalismo, Bell argumenta que la crisis de las sociedades desarrolladas de Occidente se remontan a una división entre cultura y sociedad. La cultura modernista ha llegado a penetrar los valores de la vida cotidiana; la vida del mundo está infectada por el modernismo. Debido a las fuerzas del modernismo, el principio del desarrollo y expresión ilimitados de la personalidad propia, la exigencia de una auténtica experiencia personal y el subjetivismo de una sensibilidad hiperestimulada han llegado a ser dominantes. Según Bell, este temperamento desencadena motivos hedonísticos irreconciliables con la disciplina de la vida profesional en sociedad. Además, la cultura modernista es totalmente incompatible con la base moral de una conducta racional con finalidad. De este modo, Bell aplica la carga de la responsabilidad para la disolución de la ética protestante (fenómeno que ya había preocupado a Max Weber) en la «cultura adversaria». La cultura, en su forma moderna, incita el odio contra las convenciones y virtudes de la vida cotidiana que ha llegado a racionalizarse bajo las presiones de los imperativos económicos y administrativos Hay en este planteamiento una idea compleja que llama la atención Se nos dice, por otro lado, que el impulso de modernidad esta agotado; quien se considere vanguardista puede leer su propia sentencia de muerte. Aunque se considera a la vanguardia todavía en expansión, se supone que ya no es creativa. El modernismo es dominante pero está muerto. La pregunta que se plantean los neoconservadores es ésta: cómo pueden surgir normas en la sociedad que limiten el libertinaje, restablezcan la ética de la disciplina y el trabajo? Qué nuevas normas constituirán un freno de la nivelación producida por el estado de bienestar social de modo que las virtudes de la competencia individual para el éxito puedan dominar de nuevo? Bell ve un renacimiento religioso como la única solución. La fe religiosa unida a la fe en la tradición proporcionará individuos con identidades claramente definidas y seguridad existencial.

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El proyecto de modernidad formulado en el siglo XVIII por los filósofos de la Ilustración consistió en sus esfuerzos para desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna. Al mismo tiempo, este proyecto pretendía liberar los potenciales cognoscitivos de cada uno de estos dominios de sus formas esotéricas. Los filósofos de la Ilustración querían utilizar esta acumulación de cultura especializada para el enriquecimiento de la vida cotidiana, es decir, para la organización racional de la vida social cotidiana. Los pensadores de la Ilustración con la mentalidad de un Condorcet aún tenían la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los seres humanos. El siglo XX ha demolido este optimismo. La diferenciación de la ciencia, la moralidad y el arte ha llegado a significar la autonomía de los segmentos tratados por el especialista y su separación de la hermenéutica de la comunicación cotidiana. Esta división es el problema que ha dado origen a los esfuerzos para «negar» la cultura de los expertos. Pero el problema subsiste: habríamos de tratar de asirnos a las intenciones de la Ilustración, por débiles que sean, o deberíamos declarar a todo el proyecto de la modernidad como una causa perdida? Ahora quiero volver al problema de la cultura artística, tras haber explicado por qué, históricamente, la modernidad estética es sólo parte de una modernidad cultural en general.


Los falsos programas de la negación de la cultura 
Simplificando mucho, diría que en la historia del arte moderno es posible detectar una tendencia hacia una autonomía cada vez mayor en la definición y la práctica del arte. La categoría de «belleza» y el dominio de los objetos bellos se constituyeron inicialmente en el Renacimiento. En el curso del siglo XVIII, la literatura, las bellas artes y la música se institucionalizaron como actividades independientes de la vida religiosa y cortesana. Finalmente, hacia mediados del siglo XIX, emergió una concepción esteticista del arte que alentó al artista a producir su obra de acuerdo con la clara conciencia del arte por el arte. La autonomía de la esfera estética podía entonces convertirse en un proyecto deliberado: el artista de talento podía prestar auténtica expresión a aquellas experiencias que tenía al encontrar su propia subjetividad descentrada, separada de las obligaciones de la cognición rutinaria y la acción cotidiana. A mediados del siglo XIX, en la pintura y la literatura, se inició un movimiento que Octavio Paz encuentra ya compendiado en la crítica de arte de Baudelaire. Color, líneas, sonidos y movimiento dejaron de servir primariamente a la causa de la representación; los medios de expresión y las técnicas de producción se convirtieron en el objeto estético. En consecuencia, Theodor W. Adorno pudo dar comienzo a su Teoría Estética con la siguiente frase: «Ahora se da por sentado que nada que concierna al arte puede seguir dándose por sentado: ni el mismo arte, ni el arte en su relación con la totalidad, ni siquiera el derecho del arte a existir». Y esto es lo que el surrealismo había negado: das Existenzrecht der Kunst als Kunst. Desde luego, el surrealismo no habría cuestionado el derecho del arte a existir si el arte moderno ya no hubiera presentado una promesa de felicidad relativa a su propia relación «con el conjunto» de la vida. Para Schiller, esta promesa la hacía la intuición estética, pero no la cumplía. Las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller nos hablan de una utopía que va más allá del mismo arte. Pero en la época de Baudelaire, quien repitió esta promesse de bonheur a través del arte, la utopía de reconciliación se ha agriado. Ha tomado forma una relación de contrarios. El arte se ha convertido en un espejo crítico que muestra la naturaleza irreconciliable de los mundos estéticos y sociales. Esta transformación modernista se realizó tanto más dolorosamente cuanto más se alienaba el arte de la vida y se retiraba en la intocabilidad de la autonomía completa. A partir de esas corrientes emocionales se reunieron al fin aquellas energías explosivas que abocaron al intento surrealista de hacer estallar la esfera autárquica del arte y forzar una reconciliación del arte y la vida. Pero todos esos intentos de nivelar el arte y la vida, la ficción y la praxis, apariencia y realidad en un plano; los intentos de eliminar la distinción entre artefacto y objeto de uso, entre representación consciente y excitación espontánea; los intentos de declarar que todo es arte y que todo el mundo es artista, retraer todos los criterios e igualar el juicio estético con la expresión de las experiencias subjetivas... todas estas empresas se han revelado como experimentos sin sentido. Estos experimentos han servido para revivir e iluminar con más intensidad precisamente aquellas estructuras del arte que se proponían disolver. Dieron una nueva legitimidad, como fines en sí mismas, a la apariencia como el medio de la ficción, a la trascendencia de la obra de arte sobre la sociedad, al carácter concentrado y planeado de la producción artística, así como a la condición cognoscitiva especial de los juicios sobre el gusto. El intento radical de negar el arte ha terminado irónicamente por ceder, debido exactamente.a esas categorías a través de las cuales la estética de la Ilustración ha circunscrito el dominio de su objeto. Los surrealistas libraron la guerra más extrema, pero dos errores en concreto destruyeron aquella revuelta. Primero, cuando se rompen los recipientes de una esfera cultural desarrollada de manera autónoma, el contenido se dispersa. Nada queda de un significado desublimado o una forma desestructurada; no se sigue un efecto emancipador. Su segundo error tuvo consecuencias más importantes, en la comunicación cotidiana, los significados cognoscitivos, las expectativas morales, las expresiones subjetivas y las evaluaciones deben relacionarse entre sí. Los procesos de comunicación necesitan una tradición cultural que cubra todas las esferas, cognoscitiva, moral-práctica y expresiva. En consecuencia, una vida cotidiana racionalizada difícilmente podría salvarse del empobrecimiento cultural mediante la apertura de una sola esfera cultural el arte proporcionando así acceso a uno sólo de los complejos de conocimiento especializados. La revuelta surrealista sólo habría sustituido a una abstracción. 

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